Años y leguas (1928), protatgonitzada per "Sigüenza", l'heterònim de Gabriel Miró |
Per qüestions editorials, estic darrerament repassant els grans noms de la literatura valenciana, en valencià o en castellà, dels segles XIX i XX, i m'he trobat amb el meravellós alacantí Gabriel Miró (1879-1930), de qui ja no recordava a penes cap lectura feta en l'adolescència. Vinculat a la Generació del 14, com Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset o Eugeni d'Ors, les seues novel·les es caracteritzen pel lirisme, per una sensibilitat exacerbada, pròpia d'un poeta. Moltes d'elles van ser protagonitzades per un heterònim seu, Sigüenza, i l'acció de la darrera que va publicar, titulada Años y leguas (1928), transcorre en els entorns de la serra d'Aitana, probablement en algun lloc proper a Polop [ací una versió en línia i ací en pdf]. És així com descriu i parla de moltes altres localitats pròximes, com Guadalest, Tàrbena, Bolulla, Calp o Benidorm. I és el que diu d'esta darrera el que m'ha cridat més l'atenció, ja que parla d'un Benidorm verge en comparació amb el de hui en dia, vora 90 anys després, però que, amb la progressiva modernització dels costums de començaments del segle XX, ja albirava el trencament amb el model de vida tradicional ocasionat pel turisme (en aquella època era un turisme de luxe, de rics). Vos deixe amb els seus comentaris i amb una sèrie de fotografies de l'època, d'entre 1920 i 1940:
"Parece que los pueblos de la orilla del mar no puedan ser íntimos por la demasiada lumbre y anchura que les rodea. Abiertos y desceñidos en un lugar de tránsito, se estremecen como si se les mirase y se les tocase en su desnudez desde todos los caminos y rumbos. Pero Benidorm tenía intimidad. Se interna entre los azules del cielo y de las aguas. Mar y aire suyos, como creados privadamente para su goce.
Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos.
Sigüenza no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármoles, sin nada clásico. Benidorm sumergido entre azules perfectos mediterráneos. Una gracia, una felicidad inocente de claridades que, como la felicidad y la inocencia de los hombres, daba miedo de que se rompiesen. Azules nuevos, como recién cortados; azules calientes, azules de pureza. Esa pastosidad y esa levedad de la luz se originaban de la armonía de todo lo que constituye y es Benidorm, aun antes, mucho antes de serlo. Lejos, en el fondo, se estampan las grandes montañas, y desde allí hasta el pueblo nada contiene ya el vuelo combo del espacio. Allí se han parado las sierras, porque era su lugar escogido para la perfección de este pueblo; la distancia precisa para que ellas también fuesen un espectáculo de belleza. Montes con las espaldas distendidas y nerviosas, montes delgados, perpendiculares, en asunciones tranquilas, siempre hilando el vellón de la claridad virgen. «Puigcampana» es la sierra cincelada para Benidorm, y todavía quedó enmendada la obra rebanándole el filo en una hendedura de bordes siempre tiernos. Se le quitó lo necesario para que se viese un momento más del día. Allí subió la anécdota caballeresca. Dicen que Roldan, enfurecido, rajó con su espada la lámina del monte. En la costa tiene Benidorm la Sierra-Helada. De mañana, de tarde, de noche, siempre de color de luna. Piedras puras y frías en una ondulación de lino mojado. El mar resultaría quizá demasiado profundo de azul; sobraría superficie azul delante del pueblo, y como nada puede sobrar en la belleza, floreció la lis de un islote: una roca, encarnada como un corazón, que recremase la lumbre.
Pueblo claro y recogido. Dentro de los azules, paredes de aristas de espigas, contornos de nitidez de sal. Casas volcándose sobre cantiles de color de limón; casas con lonas de faluchos. Entre los remos y salabres, una higuera que mana su olor caliente y espeso como una resina.
La maravilla de Benidorm era la farmacia. En sus potes, en sus redomas y arconcillos, se guardaban las esencias, los jugos, las luces y cristalizaciones de toda la magia y la química de la salud. Vahos de vegetaciones y civilizaciones. Brillos joviales y siniestros de toda la bujería de los específicos. Todo lo quiso tener el farmacéutico, ávido de secretos, un infante don Juan Manuel, boticario, con un hermano, capitán de barco, que navega por los mares antiguos y remotos. Su barco siempre arriba magnífico de aromas y rarezas, como un galeón de Batavia que trae para los tarros y urnas de «Don Juan Manuel» los preciosos remedios de todos los dolores del mundo. Y allí se quedan encantados.
Callejuelas de sol. Pasa la brisa como una gaviota deslumbrante que mueve la costura de las mujeres sentadas en el portal, oloroso de geranios y de horizontes. Y encima, resumiendo las líneas de Benidorm, la cúpula fresca de la parroquia. Dentro, umbría de muros colgados de cera de exvotos de barcas salvadas milagrosamente de los temporales, y al pie de los retablos de imágenes lívidas, con vestiduras y pelos de muerta, abuelitas llorando y rezando por los que se ahogaron en los temporales.
Así era Benidorm, labrador y marinero, en el descuido de los brazos abiertos y desnudos de sus playas. Murió «Don Juan Manuel». No vienen los hombres de Batavia.
Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos.
Sigüenza no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármoles, sin nada clásico. Benidorm sumergido entre azules perfectos mediterráneos. Una gracia, una felicidad inocente de claridades que, como la felicidad y la inocencia de los hombres, daba miedo de que se rompiesen. Azules nuevos, como recién cortados; azules calientes, azules de pureza. Esa pastosidad y esa levedad de la luz se originaban de la armonía de todo lo que constituye y es Benidorm, aun antes, mucho antes de serlo. Lejos, en el fondo, se estampan las grandes montañas, y desde allí hasta el pueblo nada contiene ya el vuelo combo del espacio. Allí se han parado las sierras, porque era su lugar escogido para la perfección de este pueblo; la distancia precisa para que ellas también fuesen un espectáculo de belleza. Montes con las espaldas distendidas y nerviosas, montes delgados, perpendiculares, en asunciones tranquilas, siempre hilando el vellón de la claridad virgen. «Puigcampana» es la sierra cincelada para Benidorm, y todavía quedó enmendada la obra rebanándole el filo en una hendedura de bordes siempre tiernos. Se le quitó lo necesario para que se viese un momento más del día. Allí subió la anécdota caballeresca. Dicen que Roldan, enfurecido, rajó con su espada la lámina del monte. En la costa tiene Benidorm la Sierra-Helada. De mañana, de tarde, de noche, siempre de color de luna. Piedras puras y frías en una ondulación de lino mojado. El mar resultaría quizá demasiado profundo de azul; sobraría superficie azul delante del pueblo, y como nada puede sobrar en la belleza, floreció la lis de un islote: una roca, encarnada como un corazón, que recremase la lumbre.
Pueblo claro y recogido. Dentro de los azules, paredes de aristas de espigas, contornos de nitidez de sal. Casas volcándose sobre cantiles de color de limón; casas con lonas de faluchos. Entre los remos y salabres, una higuera que mana su olor caliente y espeso como una resina.
La maravilla de Benidorm era la farmacia. En sus potes, en sus redomas y arconcillos, se guardaban las esencias, los jugos, las luces y cristalizaciones de toda la magia y la química de la salud. Vahos de vegetaciones y civilizaciones. Brillos joviales y siniestros de toda la bujería de los específicos. Todo lo quiso tener el farmacéutico, ávido de secretos, un infante don Juan Manuel, boticario, con un hermano, capitán de barco, que navega por los mares antiguos y remotos. Su barco siempre arriba magnífico de aromas y rarezas, como un galeón de Batavia que trae para los tarros y urnas de «Don Juan Manuel» los preciosos remedios de todos los dolores del mundo. Y allí se quedan encantados.
Callejuelas de sol. Pasa la brisa como una gaviota deslumbrante que mueve la costura de las mujeres sentadas en el portal, oloroso de geranios y de horizontes. Y encima, resumiendo las líneas de Benidorm, la cúpula fresca de la parroquia. Dentro, umbría de muros colgados de cera de exvotos de barcas salvadas milagrosamente de los temporales, y al pie de los retablos de imágenes lívidas, con vestiduras y pelos de muerta, abuelitas llorando y rezando por los que se ahogaron en los temporales.
Así era Benidorm, labrador y marinero, en el descuido de los brazos abiertos y desnudos de sus playas. Murió «Don Juan Manuel». No vienen los hombres de Batavia.
Le parece a Sigüenza un pueblo reciente de pabellones de altos empleados de grandes fábricas. No hay fábricas; pero sus dueños han venido desde las ciudades, después de la guerra europea, atravesando en sus automóviles los collados bravíos y las hoces abruptas de Aitana. Benidorm es el baño disantero de ricos en vacaciones. Delante del baño abren sus residencias de verano como una sombrilla de membranas recortadas; residencias que han trastornado la fisonomía originaria de Benidorm y la lengua de las gentes con las líneas apócrifas y el concepto de chalet de t repercutida entre los dientes lugareños.
La felicidad y la inocencia se han roto.
La felicidad y la inocencia se han roto.