Después se fijó en el puente: en su puerta ojival, resto de las antiguas fortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída, como si por las noches vinieran a devorarla todas las ratas del río, y en los dos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas de polvo.
Eran el patrón de Alcira y sus santas hermanas: el adorado San Bernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído al cristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frente destrozada el clavo del martirio.
Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula e intransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen. Aquella estatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándida leyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo inventada por la religiosidad popular venía a su memoria.
El elocuente fraile llegaba a Alcira en una de sus correrías de predicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario, pidiendo que le herrasen su borriquilla. Al marcharse, le exigía el herrador el precio de su trabajo; e indignado San Vicente, por su costumbre de vivir a costa de los fieles, miraba al Júcar, exclamando:
-Algún día dirán: así estaba Alcira.
-No, mentres Bernat estiga -contestaba desde su pedestal la imagen de San Bernardo.
Y, efectivamente, allí estaba aún la estatua del santo, como centinela eterno vigilando el Júcar para oponerse a la maldición del rencoroso San Vicente.
Es verdad que el río crecía y se desbordaba todos los años, llegando hasta los mismos pies de San Bernat, faltando poco para arrastrarle en su corriente; es verdad también que cada cinco o seis años derribaba casas, asolaba campos, ahogaba personas y cometía otras espantables fechorías, obedeciendo la maldición del patrón de Valencia; pero el de Alcira podía más, y buena prueba era que la ciudad seguía firme y en pie, salvo los consiguientes desperfectos y peligros de cada vez que llovía mucho y bajaban las aguas de Cuenca.
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